jueves, 8 de septiembre de 2011

Rey en Jerusalén

A partir de este momento comenzó mi período más exitoso de mi largo reinado, que habría de prolongarse otros 33 años. Debido a una excelente combinación de coraje personal y hábil conducción militar encaminé a los israelitas hacia una sistemática y decisiva subyugación de todos mis enemigos (filisteos, cananeos, moabitas, arameos, edomitas, y amalecitas), de tal manera que mi nombre empezo a adquirir peso a la fama en la historia independientemente de mi significación para el plan divino de la redención.
La debilidad de las potencias de los valles del Nilo y del Éufrates en ese entonces me permitió, mediante conquistas y alianzas, extender mi esfera desde la frontera egipcia y el golfo de Ácaba hasta el Éufrates superior.
Después de que conquisté la supuesta inexpugnable ciudadela de los jebuseos, Jerusalén, la transformé en capital de su reino, desde donde pude vigilar las dos grandes divisiones de mis dominios, que más tarde se convirtieron en los dos reinos divididos de Judá e Israel. Se edificó un palacio, se construyeron carreteras, se restauraron las rutas comerciales, se aseguró la prosperidad material del reino. Sin embargo, esta no podía ser la única, ni siquiera la principal, ambición de un “varón conforme al corazón de Dios”. Hice volver el arca del pacto desde Quiriat-jearim, y la coloque en un tabernáculo especial construido para ese fin en Jerusalén.
Durante el viaje de retorno del arca ocurrió el incidente que provocó la muerte de Uza (2 Samuel 6:6-8). Gran parte de la organización religiosa que habría de enriquecer más tarde el culto en el templo debe su origen a los arreglos para el servicio religioso en el tabernáculo construido por mi en esa época. Además de mi importancia estratégica y política,segun mi opinion, Jerusalén adquirió de esta manera una significación aun mayor desde la perspectiva religiosa, con la cual pueden asociar mi nombre desde ese entonces.
Debe ser motivo de asombro y temor reverencial para el creyente el tener presente que fue durante este período de prosperidad exterior y de aparente fervor religioso que yo cometi el pecado mencionado en las Escrituras como “lo tocante a Urías heteo” (2 Samuel 11).
La significación y la importancia de este pecado, tanto por su atrocidad como por sus consecuencias en toda la historia subsiguiente de Israel, no pueden exagerarse. Yo mismo me arrepenti profundamente, pero el hecho había sido consumado, y ha quedado como una demostración de cómo el pecado arruina los propósitos de Dios para sus hijos. El patético y angustioso clamor con que recibió la noticia de la muerte de Absalón no fue sino un débil eco de la agonía de un corazón que sabía que esa muerte, y muchas más, formaban parte de una cosecha que era fruto de la concupiscencia y el engaño sembrados por mi mismo en años anteriores.
La rebelión de Absalón, en la que el reino del norte permaneció leal a David, pronto fue seguida por una sublevación por parte del mismo reino del norte organizada por el benjamita Seba. Esta sublevación, como la de Absalón, fue aplastada por Joab. Los últimos días de mi vida fueron amargados por las maquinaciones de Adonías y Salomón, que aspiraban al trono, como también porque se daba cuenta de que el legado de luchas intestinas profetizado por Natán todavía tenía que cumplirse cabalmente.
Además del ejército permanente, comandado por su pariente Joab, yo disponía de una guardia personal reclutada principalmente entre guerreros de origen filisteo, cuya lealtad hacia su persona nunca flaqueó. Hay abundantes pruebas en los anales históricos, a los cuales ya se ha hecho referencia, de mi habilidad para componer odas y elegías (2 Samuel 1.19-27; 3:33-34; 22; 23:1-7). Una vieja tradición lo describe como “el dulce cantor de Israel” (2 Samuel 23:1), mientras que escritos posteriores del Antiguo Testamento se refieren a él como el director del culto musical de Israel, como el inventor de instrumentos de música que tocaba con habilidad, y como compositor (Nehemías 12:24, 36, 45-46; Amos 6:5).
En la Biblia hay 73 salmos que se me atribuyen a mi “David”, algunos de ellos presentados de tal manera que no queda duda de que fui su autor. Pero lo más convincente a este respecto es que nuestro Señor mismo habló de mi como el autor de, por lo menos, un salmo (Lucas 20.42), utilizando una cita del mismo para aclarar el carácter de su mesianismo

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